Libro III – Parte 35
Pláticas alrededor de la mesa de té
El editor me permitió ver el bosquejo del doctor Anderson, en el cual es evidente el incidente de que él nunca aprendió a deletrear. El dio esto en detalle al editor, el cual me lo comunica. El tenía sólo cuatro años y hasta entonces no había estudiado nada, desde luego, sus padres estaban pensando en que hacer para su educación. Una vez lo sorprendieron mientras leía; él mismo nunca pudo explicar como aconteció esto, excepto que sabía leer. Es un hecho muy interesante y uno de tantos de la misma clase que podríamos reunir si sólo los buscásemos. Compartí esta historia con la mesa y el Estudiante dijo que tuvo una experiencia similar y dijo:
“No era un niño precoz ni tampoco tonto, simplemente ordinario. Empecé a ir a la escuela muy pronto, el abecedario me aterrorizaba ocupando la mayoría de mis pensamientos. No podía adelantar y mis calificaciones eran bajas. Una vez, todo esto me fastidió de forma especial y después de haber pensado en el asunto todo el día, me acosté afligido y angustiado. Sobrevino un sueño profundo y cuando desperté por la mañana, mi primer y prominente pensamiento fue: ‘Oh, ahora puedo deletrear y no consultaré más aquel miserable libro.’ Tenía casi siete años. Sin llevar el libro conmigo, me fui a la escuela y sobresalí en la clase. Nunca volví a estudiar el abecedario y ahora puedo deletrear todas las palabras, excepto aquellas muy atípicas y particulares.”
“¿Qué causó esto?” preguntó la viuda. “¿Fue tu cuerpo astral, o el mayavi-rupa o qué?”
El Estudiante sonrió al ver la suma negligencia en las palabras empleadas y dijo que no cabía la mínima duda de que él captó el antiguo conocimiento de otra vida, ya que declaró que fue una experiencia muy definida, inolvidable y no podía sentirse ni mínimamente confundido con respecto a ésta. Incidentes de esa clase le acontecieron en el pasado. En una ocasión, cuando era un muchacho, le dieron un libro de los misioneros en el cual se representaba a los hindúes como un grupo de miserables hombres negros, casi en estado salvaje. El se llevó el libro a casa, lo miró y luego, repentinamente, se encolerizó lanzándolo al suelo y diciendo que era una mentira. Después, ya de adulto, descubrió que tenía razón, pero en su infancia no poseía los medios para conocer los hechos acerca de la India o de los hindúes, por lo tanto tuvo que confiar en cuentos llenos de prejuicios y en personas interesadas.
Todo esto acontecía mientras el Profesor asumía una expresión muy seria. Su antigua mirada de ridículo se había disipado y el Estudiante y yo empezamos a pensar que se abría algún sendero en su escéptica mente. Le preguntamos qué pensaba en lo referente al asunto en cuestión y dijo:
“Bueno, estoy dispuesto aceptar la evidencia suministrada y por cierto brinda una experiencia introspectiva muy extraordinaria. Casi no puedo atribuirla a la imaginación, como no había ninguna base y además, la imaginación no confiere el conocimiento. En el caso del Estudiante, por lo menos hubo un pequeño comienzo, visto que ya estaba estudiando, pero el ejemplo del doctor carecía, absolutamente, de alguna base. ¿Podría ser que las células del cuerpo tengan una fuerza para transmitir formas de conocimiento como la ortografía?”
Al oír esto, todos nosotros, incluso la viuda, tuvimos que reír, en cuanto vimos que el profesor, como muchos de sus hermanos, se hallaba en un rincón muy pequeño y casi no sabiendo cómo salirse. Sorprendidos, constatamos que el Estudiante acudió en su auxilio diciéndonos que no debíamos ridiculizar al profesor, ya que había encontrado la explicación, aun extendiéndose un poco más allá. Las células físicas tienen tal poder, sin embargo está latente y nunca puede surgir hasta que el Ego, el ser interior, extraiga la impresión latente. Esto no es posible a menos que el Ego en el cuerpo haya experimentado una serie de impresiones similares, como aquellas que trata de hacer emerger. Esto significa que debe existir una interacción y una interrelación entre el conjunto físico de átomos y el ser interior. Por ejemplo, si en un pasado, éste último fue capaz de deletrear en inglés y visto que, también los que conocen la ortografía emplearon la masa de átomos que componía el cuerpo, sería posible, para la persona, captar el antiguo conocimiento. Sin embargo esto demuestra que, en todo caso, es el recuerdo de lo que una vez aprendimos, el cual siempre depende del vehículo físico que estamos usando al momento. El profesor mostró alivio y como todos estábamos tan interesados a la solución del asunto, olvidamos a la persona que lo sometió.
Los casos que parecen oponerse a lo que antecede, en realidad lo apoyan. Por ejemplo, tomemos la familia del gran músico Bach. En verdad, sus descendientes fueron buenos compositores, pero no como él y poco a poco sus grandes habilidades desaparecieron de la familia. A primera vista, esto parece invalidar la idea; pero, si recordamos que el Ego debe tener el poder en sí mismo, constataremos que, aún Bach puede haber dejado átomos con impresiones musicales, mientras los nuevos Egos que entraban en la línea familiar, siendo incapaces de extraer el poder del instrumento, no pudieron hacerlo sonar más. Esta es una gran lección en lo que concierne al karma y a la hermandad universal, si la consideramos de la forma correcta. Fue el karma de esa familia que atrajo a los Egos de indiferente capacidad y aquellos que usaban los átomos de tal núcleo, les impartieron impresiones y tendencias nuevas y diferentes hasta que al final, Ego tras Ego, fueron atraídos a una familia desprovista de talento. Lo mismo puede acontecer y acontece con respecto a la virtud. Por lo tanto, a la vez que actuamos y vivimos, elevamos o degradamos el parámetro general. Indudablemente, ésta es la razón por la cual, antiguamente, se insistía en la pureza del árbol genealógico; al mismo tiempo, es la causa para la amalgamación de muchas razas para producir una nueva, como constatamos aquí en nuestra tierra.
Abril 1893